Los
pies visten calzado de cemento.
Las
piernas están cansadas de sostener un cuerpo lleno de vísceras y sangre de mala
calidad, harto de tener la respuesta y ser desoído, maltratado y fustigado por
no responder al estereotipo establecido –obligado, de alguna forma-, reducido,
por causa de la desesperación y la falta de tiempo, a mero motor de la acción
física.
Las
manos bailan cerradas en un puño que clama venganza y, a la vez, desea
agarrarse a cualquier soporte cercano. Pero la cabeza no entiende que ambas
pretensiones son incompatibles, porque falta el caso a los dedos, que
pareciendo insignificantes, son quienes tienen la salvación; dedos que señalen
el camino hacia la salida, que compongan la melodía en la flauta invisible que
guíe a las ratas fuera, tal y como en aquel cuento infantil (como si la vida
pudiera tratarse de un cuento).
Y
esa piel que se cae a cachos, ya que apenas hay fuerza en este cuerpo marchito
siquiera para sostenerla a ella.
El
pecho oprimido, aplastado, engañando a través de esa voluptuosidad, puesto que
en realidad está vacío porque no ama, atravesado por una ráfaga de viento que
lo empuja, cada vez más fuerte, hacia dentro, a esconderse tras la caja
torácica que acogerá la piedra gélida en que termina convirtiéndose el corazón.
Se
han ido las ganas de hablar, pero no las de transmitir, y esa boca cerrada en
una mueca de silencio comunica el agotamiento que supone decir y que sólo oigan
lo que quieren oír. Lástima no poder hacer lo mismo con los oídos para restringir
el paso de palabras desvirtuadas, con sus miles de connotaciones arbitrarias.
Falsas e incomprensibles.
Mientras,
sin embargo, los ojos ven: no pueden parar de ver, causando probablemente todas
esas sensaciones. En vez de contemplar amaneceres y puestas de sol, los tenemos
como testigos de nuestra decadencia. Como, además, tenemos miedo a llorar, la
toxicidad de lo que nos llega se queda y se suma a la que vendrá después.
Es,
como poco, chocante: en efecto, no nos acostumbramos a llorar, pero sí nos
acostumbramos a oír decenas diarias de sirenas de ambulancias, bomberos o
policías. Le tenemos más miedo a una patata frita que al terrorismo. Vemos
inmundicia e indigencia y nos apenamos por ello, cuando seguramente el pobre
sienta aún más pena por nosotros.
Estamos
siempre a la defensiva, porque nos dijeron que era mejor atacar que ser
atacado. Claro, qué esperar de una raza que lleva milenios matándose en
guerras, y hoy por hoy se esfuerza en poder alargar tan coherente hábito.
Sustituimos
en lugar de superar; huimos en lugar de afrontar. Competimos por saber quién de
nosotros elude mejor sus responsabilidades y carga a otros las culpas de forma
menos notoria.
Catalogamos
de valor cualquier imbecilidad que sobrepase el escaso límite necesario para
convencernos y lo elevamos a máxima.
El
prejuicio es nuestro primer instinto y el perjuicio su eventual consecuencia.
Es
insultante lo gratis que se pide perdón o se dice “te quiero”.
Automatizamos
la sonrisa en vez de sentirla, de dejarla volar.
Se
hace horriblemente duro tener los ojos abiertos, dado que cualquier atisbo de
esperanza se desvanece, y cualquier intento se ve frustrado.
No
hay voluntad de expresar las ideas y las opiniones porque el primer impulso es
descartarlas, desecharlas si son diferentes: nos hemos convertido en seres
maleducados, irrespetuosos e intolerantes, y no tenemos ni idea de lo que
significa de verdad la igualdad. Nos ofendemos constantemente.
Y
mires donde mires está. Nos rodea. No hay pureza, no hay autenticidad, ni
integridad, ni honestidad. No hay coraje. Estamos destinados a la putrefacción,
y con los años hemos logrado adelantar, cada vez más, ese momento. Lo que yo
veo entre nosotros y en nosotros es veneno y vacío; es autodestrucción.
Levántate
cuando caigas, te dicen, levántate cuando caigas.
No
me impulsan a ello, no puedo hacerlo, es osado que se crean ejemplo.
Llevamos
siglos tirados en el suelo.
ALMU
6
de abril de 2013
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