Mi abuelo.
Y su mano, siempre congelada, agarrada a la mía.
Me ayudaba a cruzar la calle.
Y su mano, siempre congelada, agarrada a la mía.
Me ayudaba a cruzar la calle.
Mi guardián.
Sólo me daba la mano para cruzar.
Siempre me daba la mano para cruzar.
Su mano, sus manos, son su herencia en mí. Las que manipulaban las cartas en el solitario que le caracterizaba, que le colocaba de espaldas a un mundo que ojalá me pudiera explicar. Las que encendían sus puros o sostenían su whisky. "Tienes las manos de tu abuelo", y aunque me lo repitan miles de veces, y aunque su rasgo en mi memoria es el frío, a mí me invade la calidez de su recuerdo.
Tengo grabado un sueño. Había una casa entre algunos árboles, muy verdes y frondosos, levantada a una altura considerable, con un porche de madera, no muy grande. El mar, que golpeaba las paredes de un acantilado, se encontraba unos metros más adelante de la casa. El cielo estaba un poco gris. En el porche había una mesita alta y una mecedora.
Le veo muy claramente, ahí sentado, leyendo el periódico. Me sonríe. Está muy pálido. Por primera vez, le miro y no siento ganas de llorar, sino de sonreír, sonreír mucho. Lo hago, nos abrazamos y besamos en las mejillas. Me llama "reinita" y me dice que desde allí no pierde de vista esa mochila azul que llevo siempre a la espalda.
Desde allí. Supongo que ahí es donde le creo ahora. Supongo que no había forma de mejorar lo pasado. Me he dejado esa mochila en España, pero procuro llevar siempre algo azul para que pueda vigilarme, y asegurarse de que estoy bien. Mi guardián. Sabrá reconocerme sin ella. ¿No?
ALMU
ALMU
Por favor, por mi hermano y por mí. A todos aquellos que pueden seguir yendo a comer con sus abuelos el domingo. Tenéis un tesoro: valoradlo.
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