Hace tiempo, tuve la suerte de ver el documental "Los olvidados de los olvidados", a raíz de la recomendación que me dio la mujer que me salvó, y me salva.
Me ha marcado de por vida, por la mezcla de sensaciones que me generó y la fuerza y la potencia con que me impactó.
Cuando estaba terminando de verlo, sin ser realmente consciente de lo que estaba viendo, rompí a llorar. Entonces me di cuenta de lo que me pasaba: mientras la pantalla me mostraba gente encadenada, siendo matada de hambre, discriminada por sus propios padres, ignorada, incomprendida, efectivamente olvidada (tanto por el resto de gente de su propio país como, por supuesto, del resto de países), yo acababa de hacer un examen aquel día.
Un examen sobre derechos fundamentales, entre ellos, en concreto, el derecho a la vida y a la integridad física, directamente vinculados con la dignidad humana y, por tanto, de los que es titular toda persona por el simple hecho de serlo. Un examen sobre la prohibición de la tortura y su calificación como único derecho absoluto, de manera que no cabe excepción EN NINGÚN CASO a esta prohibición.
O estallaba en una gran carcajada, o sucumbía a la pena.
Tal y como dice el personaje central del documental, Grégoire Ahongbonon, hombre cuya calidad humana es incuestionable y admirable, "cuando oigo derechos humanos, digo que es pura comedia". Él optó por la carcajada. Y por hacer todo lo que esté en su mano para cambiar la situación.
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